A pesar del recuerdo romántico que algunos mantienen, los años setenta del siglo pasado fueron difíciles. O más propiamente dicho, estos años fueron menos fáciles de lo que se podía esperar de la feliz sociedad universal prometida por el american way of life, que atravesó por uno de sus peores momentos arrastrando en su crisis al resto del sistema capitalista.
Si la esforzada colocación de la bandera norteamericana por parte de unos marines en la isla de Iwo Jima, en Febrero de 1945, había supuesto el culmen de la popularidad de la nación-imperio, en los setenta, por el contrario, las pantallas de los televisores del gran hermano mostraron una visión nada confortable para el american dream: la imagen del último embajador norteamericano arriando la bandera USA en Saigón (Vietnam), la devaluación del dólar y el escándalo del Watergate, que acabó con la carrera del presidente Nixon, pusieron en solfa al sistema y los mass media zozobraron en un mar de dudas sobre la viabilidad del modelo americano.
Es en este contexto de crisis de valores, de revolución anunciada cada mañana (aunque siempre inconclusa), en donde se forja la leyenda de Leonard Cohen, un escritor y cantante canadiense que tuvo un relativo éxito popular en aquellos años. Sus canciones eran tristes, deprimentes y sólo un reducido número de incondicionales se aglutinaban en torno a su obra musical, como fue el caso de Robert Altman, uno de los directores de cine «malditos» en Hollywood, que utilizó varias de sus canciones en la película McCabe & Mrs. Miller (1971), obra de culto que contó con una interpretación magistral de Julie Christie y el aceptable acompañamiento de Warren Beatty, actor cuya ideología comunista era bien conocida.
Cohen nació en Montreal el 21 de septiembre de 1934, hijo de una familia judía de clase acomodada. Vivió en Londres, Oslo, Cuba (de aquel tiempo es la frase: «…donde destruí mi barba en las Playas de Varadero, quemada en nostalgia e ira por el Fidel que antes conocía»), y en la isla de Hydra (Grecia). Su labor creativa se inicia en la literatura: en 1956 —todavía estudiante— había publicado su primer libro de poemas Let Us Compare Mythologies y en 1961, ya licenciado, consiguió el reconocimiento internacional con una segunda obra, The Spice-Box of Heart, dedicada a la memoria de su padre; la desaparición de éste (en 1944) marcará, sin duda, toda la obra literaria de Cohen, convirtiendo el hecho irremediable de la muerte en una de las categorías principales que inspira sus obras.
La capacidad literaria del canadiense fue un valor determinante para su posterior obra musical. Ya a los 17 años había formado un trío de tendencia country-western llamado The Buckskin Boys, estilo musical que siempre lo definió a pesar de la posterior utilización de teclados y sintetizadores. Cohen publicó su primer L.P. —Songs of Leonard Cohen—, en 1968, vinilo en donde deleitó con canciones como Suzanne, un poema escrito en tercera persona —recurso muy querido por Cohen— que transcurre en un encuentro durante un viaje por un río; en la canción, una guitarra acústica fluye como el agua y las voces femeninas del coro subliman el encuentro con una mujer, tan bella que hasta el propio Jesucristo se rinde al deseo de viajar con ella. En Sisters of Mercy («Hermanas de la Caridad»), otro de los cortes de este vinilo, despliega una sensualidad turbadora —que remarca el sonido de unas campanillas—, juega con el equívoco entre el amor terrenal y el amor a Dios («Ellas tocaron mis dos ojos y yo toqué el rocío en sus dobladillos…») y trasmite la paz de haber encontrado un lugar en donde soldar los fragmentos del alma rota por la familia y el desamparo, concepto que anticipa la futura creencia zen del canadiense. Con So Long, Marianne («Hasta luego, Marianne», canción que recoge, seguramente, los últimos momentos de su relación con Marianne Jensen, a quien conoció en la isla de Hydra) Cohen relata, esta vez en primera persona, una despedida con la voz crispada, al borde de la extenuación. Este estilo «confesional», intimista, es el signo inconfundible de su obra y uno de los motivos, sin duda, de la fascinación que despierta su voz. En So Long, Marianne la incomprensión y la soledad en el amor, otro de sus temas recurrentes, volaban subrayadas por una partitura musical algo más elaborada y compleja —en donde podemos escuchar un bello acompañamiento de mandolina— que en las anteriores canciones comentadas.
A pesar de su triste y ensimismada voz y la sencillez extrema de la música de sus primeras canciones, con este disco Cohen dejó muy claro que la música del siglo XX había encontrado a uno de sus mejores creadores. Songs of Leonard Cohen es la piedra angular de una prolífica carrera creativa, en donde la poesía y la música se identifican con una fórmula que conmueve profundamente y que muchos confesaron que no podían resistir sin desequilibrarse. Se llegó a decir, incluso, que de día era imposible escuchar a Cohen...
Después de esta premier publica, en 1969, Songs from a room («Canciones desde una habitación»). El autor del libro de poemas titulado Flowers for Hitler («Flores para Hitler»), sorprende ahora al mundo con una canción bellísima —El partisano—, un canto militante en contra del fascismo que demuestra hasta qué punto ha robustecido su conciencia política. En El partisano —confieso mi debilidad personal por esta canción— Leonard Cohen trasciende el «individualismo burgués» y cuenta la desgarrada historia de un campesino francés que ha perdido a su mujer e hijos y empuña las armas en contra de los nazis. Cantada en inglés y francés, el ritmo agitado de la guitarra y la eficacia de la voz de coro, apoyan unos versos escuetos, impactantes: el mundo de Cohen se abre a la lucha en contra del nazismo y, por extensión, de todas las barbaries cometidas por el ser humano.
La revolución, sin embargo, es algo más que una pintada en París. «Seamos realistas, pidamos lo imposible» o «Paren el mundo que me quiero bajar» son graffitis que visten las calles de la capital francesa en mayo de 1968, pero el enfrentamiento contra el sistema es algo más complejo, puede resultar, incluso, refinado. La teoría marxista, puesta en solfa por las nuevas corrientes de opinión, al parecer no tiene —por sí sola— capacidad de interpretar la realidad objetiva y, de esta forma, libros que anuncian la libertad personal, la revolución interior, se convierten en manuales de cabecera para amplios sectores sociales que buscan una solución definitiva a los males que aquejan a Occidente. Baste, quizá, señalar el éxito de ventas, en este período, del libro Miedo a la libertad (Erich Fromm-1941) para ilustrar esta opinión. El sentido épico de la historia se sustituye, paulatinamente, por un concepto global de revolución, una actitud de cambio que reclama —como ya anticiparon el Renacimiento y el Romanticismo— a la persona como protagonista individual de su destino. Jean Paul Sartre —implacable— diría, en 1982, que «El poder es una de las formas esenciales del mal». Hombre y poder…, ahí radica una de las antítesis a debate en este momento de la Historia. Cohen, poeta —no lo olvidemos—, tiene ya mucho de este camino andado y en Bird on a Wire («Pájaro en el cable»), otra de las composiciones de este álbum, canta las exigencias de la postura personal, la compleja dificultad de las personas sencillas para vivir la nueva revolución. En esta canción algunos han creído descubrir la intención —como en otras composiciones de Cohen— de conducir al público a la depresión, la manifestación tan sólo de la expresión de una «terapia sicológica» o comentan la voz «opaca» del canadiense en la misma como una muestra de sentimientos de autodestrucción; sin embargo, el canadiense expresa con ella un lamento propio, una expresión de su propia frontera personal ante el reto de los tiempos que le vienen dados. Así, sincero y directo, canta que es «como un borracho en un coro de medianoche» y que ha intentado, a su manera, ser libre. La imagen anterior ilustra sobre la capacidad de identificación del cantante con la «desesperanza positiva» de su tiempo.
Dos años después, en 1971, Leonard Cohen publica un nuevo disco. Songs Of Love And Hate («Canciones de amor y de odio»). De este tercer disco, escojo en primer lugar Avalanche, una composición que reflexiona sobre las circunstancias sobrevenidas. La vida no sólo da disgustos, sino que —en ocasiones— regala la posibilidad de flirtear con el «poder» o la «posesión» y ofrece un momento de gloria: («Y no me ames con tanta fuerza ahora / cuando sabes que no estás segura. / Es tu turno para amar, mi bienamada, / es tu carne que yo llevo como vestido»). En esta canción Cohen repite la obsesiva guitarra de El partisano, que sirve con eficacia a la historia que cuenta. En la soledad extrema (quien haya visto McCabe & Mrs. Miller, convendrá seguramente en lo que digo) quizá hay una sola oportunidad de ser.
Concluyo con estos tres vinilos suicidas comentando otra excelente canción de este disco de amor y odio: Diamonds In The Mine («Diamantes en la mina»), una sardónica interpretación de Cohen en donde refleja parte de la fractura que la guerra había producido en la sociedad norteamericana. También en la sátira política está la poesía. Sonido country para una letra que nos habla de la mujer que nunca quisiéramos ser o nunca quisiéramos tener. Un coro de cafetín y una guitarra de punteo subrayan una reflexión en donde el fracaso personal y el colectivo se estrechan la mano: «Y no hay cartas en el casillero del correo / Y no hay uvas en la viña / y no hay bombones en tus cajas ya nunca más / y no hay diamantes en la mina. / Creo que te lo dije todo / en los días del Vietnam / cuando tus poetas marchaban por el Tío Ho / y tus estranguladores profesionales por el Tío Sam. / Pero decidimos que no podíamos escoger hoy / qué canción podríamos cantar / con todo ese hedor de cadáveres / que está soplando en el viento…»
Leonard Cohen, canadiense, poeta y cantante, tiene un oscuro y complicado record. En los años setenta, los mismos años que algunos recuerdan con nostalgia pero que fueron difíciles, varios suicidas habían escuchado un disco de este autor, antes de matarse. ¿Cuál fue la última canción que escucharon? Lástima que Cortázar haya muerto y que no escribiera un cuento sobre esto. Es evidente que un poeta no puede tener la culpa de una decisión de este calibre, pero el hecho alimentó la leyenda de que las canciones de Cohen inducían a la depresión y eran potencialmente «peligrosas». Los tiempos eran así y la literatura y la música cambiaban a la gente, eran artes que todavía tenían fuerza para situarnos frente al espejo. Eran años en que todavía se buscaba el «Yo». Cohen fue uno de los voceros de aquella revolución cultural que aspiró a transformar a la persona en toda su dimensión y que, paradójicamente, alumbró una sociedad consumista con el rostro deformado por la degradación del humanismo y la destrucción de toda forma de ética que no incluyera el principio de la máxima ganancia. Leonard Cohen, el poeta-cantante, sólo tuvo que abrir la caja de Pandora de sus sentimientos íntimos para que pudiéramos vernos reflejados en ellos. Hubo un tiempo en que se escuchaba, aunque fuera para morir después…
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