sábado, 21 de febrero de 2009

Antes nos moriamos mejor


Antes nos moríamos de otra manera. Salvo accidentes, guerras e imprevistos, los españoles decían adiós muy buenas en el dormitorio de su propia casa y, según las esquelas de ABC, tras larga y dolorosa enfermedad. Eran los nuestros unos óbitos dignos y meridionales, con la familia alrededor, los hijos diciendo papá no te vayas y las vecinas rezando el rosario en la cocina, entre copita y copita de anís del Mono y agua de azahar. Se oía una campanilla, llegaba el cura rezando latines, y una de dos: el agonizante decía pase usted padre, con cristiana serenidad, o lo mandaba a freír espárragos con la mujer y las hijas diciéndole hay que ver, Paco, papá, como eres, te vas a condenar. Morirse en España era morirse uno en cama como Dios manda, protagonista del último acto de su vida, libre de aceptar o rechazar los santos óleos, bendecir a la progenie o, llegado el momento supremo, incorporarse un poco sobre la almohada y decirles a los deudos con el último suspiro eso tan satisfactorio y tan castizo de podéis iros todos a la mierda.

Además, era instructivo para los niños. Ahora los quitan de en medio en el acto, no sea que vayan a traumatizarse con el espectáculo, y así salen después los nenes, creyendo que no van a morirse nunca y que la enfermedad y el dolor son cosa exclusiva de los bosnios y los negritos de Ruanda. Al abajo firmante le dejaros de fumar casi todos los ancestros en casa, y recuerdo perfectamente a dos, llevándome de la mano para darle un último beso al abuelito y a la abuelita cuando ya estaban tiesos como la mojama. A otro abuelo ayude a amortajarlo personalmente con quince años, y recuerdo que mi padre le quitó de la solapa el clavel chulapón que yo, en un exceso de celo, le había puesto buscando un póstumo toque elegante.

El caso es que, claveles aparte, no me quedó ningún trauma, sino todo lo contrario. Todo aquello tenía algo de solemne, de lección de vida y de aprendizaje.

Pero la muerte ya no es lo que era. Ahora vas y te sientes un día un poco pachucho, el yerno te lleva al hospital en el Opel Corsa, y de allí ya no sales. Como si acabaras de caer en una trampa, te ponen un pijama, te llenan de tubos, una enfermera cuarentona pero de buen ver te dice tranquilo, abuelo, esto no es nada, y te pasas la agonía mirando al techo blanco de la habitación de la clínica, con la familia llorosa yendo a verte de cuatro a cinco, y los parientes lejanos de tu vecino de cama, que palmó ayer por la tarde, equivocándose de visita y despertándote en mitad de la siesta para decir qué buena cara tienes, tío Mariano, sin saber que al tío Mariano le enterraron a las doce. Si duras lo suficiente tendrás varios vecinos de cama: desde el que no te deja dormir por las noches con la tos hasta ese otro con el que haces amistad y su mujer, una santa, te da conversación, y hasta se ofrece a traerte la chata o el lagarto para que te alivies por las noches. Eso es lo bueno de los hospitales: que mientras te mueres, conoces gente.

Y después, que ésa es otra, viene lo del tanatorio. Porque antes llegaban los del Ocaso, S.A. a casa y te ponían en una caja de pino, recién afeitado, con el traje de los domingos que sólo te faltaba en el bolsillo el cigarro puro y la entrada para ir a los toros, y después se iban congregando los vecinos y los amigos en el vestíbulo, y la escalera, y la calle, antes de que te sacaran hombros, por muy mal que lo hubieras hecho, para conducirte solemnemente a tu última morada, con las hijas diciendo que no se lleven a papá y una corona con la inscripción: Tus compadres de mus no te olvidan.

Ahora, sin embargo, ponen un biombo mientras te amortajan con una sábana del hospital y te sacan discretamente, a escondidas, como si palmarla fuera algo vergonzoso, y te llevan a toda prisa al tanatorio donde hay ocho o diez funerales a la vez, y la gente llega y pregunta éste es el entierro numero diez, y le contestan no, éste es el numero ocho, el diez es la puerta quince, allí donde llora esa señora. Y aquello ni es funeral ni es nada, todo el mundo mirando el reloj porque hay que desalojar la sala a la hora justa, música de casettes que un día igual se equivocan y te ponen a los Ronaldos mientras el cura –con sandalias y camiseta- despacha el requiéscat con dos mantazos y media estocada. Y para postre, el nicho tiene tu nombre con las letras pegadas de rotulit de ese, que se caen a los tres días, y encima el yerno sugiere que pongan tu foto. Y allí te quedas, en óvalo, mirando al personal con cara de panoli cada uno de noviembre, cuando vienen a cambiarte las flores de plástico.




miércoles, 4 de febrero de 2009

Fuego de invierno

Ocurrió hace un par de días, de la forma más tonta. Era muy temprano, una de estas mañanas en que el frío parte las piedras en la sierra de Madrid, con el suelo cubierto de una costra de escarcha helada. Me había puesto un chaquetón y una bufanda e iba a comprar el pan y los periódicos a la tienda, que es la única que hay cerca y tiene un poco de todo, desde pan Bimbo hasta el Diez Minutos o tabaco. Está junto a la iglesia, que es pequeña y de granito. Don José, el párroco, pasa por la tienda cada mañana después de misa de ocho, a comprar el ABC. Siempre charlamos un poco sobre la vida, sobre las ovejas de su rebaño, y sobre la mies, que es mucha y cada vez más perra. Por lo general la gente llega a la tienda, compra lo suyo y se va; yo mismo suelo quedarme el tiempo justo para pedir lo mío y pagar. Pero el otro día era tanto el frío que el tendero había hecho una hoguera en la calle con algunos troncos y ramas, y estaba allí el hombre, calentándose. También estaban don José con su boina puesta y un par de viejos albañiles que trabajaban en una obra cercana. Y los pocos clientes que íbamos llegando a esa hora nos demorábamos junto a las llamas, extendiendo las manos ateridas. Y se estaba en la gloria.

Parece mentira lo que hace un buen fuego. Nadie tenía prisa en irse. Algún cliente de los que aparecen a llevarse el pan y no dicen ni buenos días se quedaba por allí, charlando. El pater se puso a evocar los tiempos en que él era cura jovencito y rural en un pueblo perdido de Navarra, cuando tenía que ir en mula por caminos nevados y daba los óleos junto a la chimenea de la cocina. Por mi parte, hablé de la mesa camilla de mi abuela, el brasero y el picón que me mandaban a comprar a la carbonería, y del día en que oí por radio la muerte de Pío XII. Uno de los albañiles rememoró su infancia en el monte como pastor, y detalló cómo sin saber contar más que hasta cinco, llevaba un minucioso registro de ovejas a base de pasar grupos de cinco piedrecitas de un bolsillo a otro. El caso es que todo aquello desató un torrente de confidencias, y al cabo de un rato estábamos allí charlando en una deliciosa tertulia improvisada en torno al fuego, gente que llevábamos años cruzándonos con un escueto buenos días y sin conocernos, y sabíamos de pronto más de unos y otros, en cinco minutos, de lo que habíamos sabido nunca.

Hogar viene de fuego, recordé. Del latín focus y de lar; dios familiar, fuego de familia, la cocina en torno a la que se ordenaba la convivencia. Para el ser humano, enfrentado al miedo y al frío de un mundo exterior que siempre fue mucho más difícil que ahora, el fuego significó tradicionalmente seguridad, compañía, supervivencia. En buena parte de las sociedades modernas ese concepto ha desaparecido; e incluso en fechas como éstas, inconcebibles ya sin la palabrería falsa y el cinismo mercanchifle de los grandes almacenes, la gente no se agrupa en torno a la cocina o a la chimenea, ni siquiera en torno a una mesa de camilla mirándose unos a otros a la cara, conversando, sino que guarda silencio en sofás y sillones mirando al frente, todos en la misma dirección: la del televisor. Y sin embargo, los viejos mecanismos, los reflejos atávicos, siguen ahí todavía. Y a veces, de pronto, en mitad de toda esta narcotizante parafernalia de la electrónica y el confort, basta un día de frío, un fuego casual que aviva la memoria genética de otros tiempos y otra forma de vida, para que los hombres vuelvan a sentirse humanos, solidarios. Para que se acerquen unos a otros, observen alrededor con curiosidad y de nuevo se miren a la cara. Para que evoquen juntos y descubran que esos fulanos que pasan sin apenas saludarse tienen una larga y azarosa historia en común, que los une mucho más que todas las cosas que los separan. Seguía llegando gente, y todos se acercaban a calentarse al fuego. Un tipo con un BMW ostentoso y chaqueta de caza, que siempre me ha parecido un perfecto gilipollas, contaba emocionado cómo su madre le calentaba la sopa cuando tenía gripe y se quedaba en la cama en vez de ir al cole. Es simpático este capullo, terminé pensando para mi coleto. El albañil que había sido pastor cuando niño ofrecía tabaco, y la gente lo encendía con rescoldos de la hoguera. Ni siquiera el tendero tenía prisa por ir a cobrar.

“Ojalá hubiera más hogueras, pater” le comente a don José mientras extendía mis manos hacia el fuego, cerca de las manos de los otros. Y el viejo párroco se reía: “A mi me lo vas a contar, hijo. A mi me lo vas a contar”.