miércoles, 4 de febrero de 2009

Fuego de invierno

Ocurrió hace un par de días, de la forma más tonta. Era muy temprano, una de estas mañanas en que el frío parte las piedras en la sierra de Madrid, con el suelo cubierto de una costra de escarcha helada. Me había puesto un chaquetón y una bufanda e iba a comprar el pan y los periódicos a la tienda, que es la única que hay cerca y tiene un poco de todo, desde pan Bimbo hasta el Diez Minutos o tabaco. Está junto a la iglesia, que es pequeña y de granito. Don José, el párroco, pasa por la tienda cada mañana después de misa de ocho, a comprar el ABC. Siempre charlamos un poco sobre la vida, sobre las ovejas de su rebaño, y sobre la mies, que es mucha y cada vez más perra. Por lo general la gente llega a la tienda, compra lo suyo y se va; yo mismo suelo quedarme el tiempo justo para pedir lo mío y pagar. Pero el otro día era tanto el frío que el tendero había hecho una hoguera en la calle con algunos troncos y ramas, y estaba allí el hombre, calentándose. También estaban don José con su boina puesta y un par de viejos albañiles que trabajaban en una obra cercana. Y los pocos clientes que íbamos llegando a esa hora nos demorábamos junto a las llamas, extendiendo las manos ateridas. Y se estaba en la gloria.

Parece mentira lo que hace un buen fuego. Nadie tenía prisa en irse. Algún cliente de los que aparecen a llevarse el pan y no dicen ni buenos días se quedaba por allí, charlando. El pater se puso a evocar los tiempos en que él era cura jovencito y rural en un pueblo perdido de Navarra, cuando tenía que ir en mula por caminos nevados y daba los óleos junto a la chimenea de la cocina. Por mi parte, hablé de la mesa camilla de mi abuela, el brasero y el picón que me mandaban a comprar a la carbonería, y del día en que oí por radio la muerte de Pío XII. Uno de los albañiles rememoró su infancia en el monte como pastor, y detalló cómo sin saber contar más que hasta cinco, llevaba un minucioso registro de ovejas a base de pasar grupos de cinco piedrecitas de un bolsillo a otro. El caso es que todo aquello desató un torrente de confidencias, y al cabo de un rato estábamos allí charlando en una deliciosa tertulia improvisada en torno al fuego, gente que llevábamos años cruzándonos con un escueto buenos días y sin conocernos, y sabíamos de pronto más de unos y otros, en cinco minutos, de lo que habíamos sabido nunca.

Hogar viene de fuego, recordé. Del latín focus y de lar; dios familiar, fuego de familia, la cocina en torno a la que se ordenaba la convivencia. Para el ser humano, enfrentado al miedo y al frío de un mundo exterior que siempre fue mucho más difícil que ahora, el fuego significó tradicionalmente seguridad, compañía, supervivencia. En buena parte de las sociedades modernas ese concepto ha desaparecido; e incluso en fechas como éstas, inconcebibles ya sin la palabrería falsa y el cinismo mercanchifle de los grandes almacenes, la gente no se agrupa en torno a la cocina o a la chimenea, ni siquiera en torno a una mesa de camilla mirándose unos a otros a la cara, conversando, sino que guarda silencio en sofás y sillones mirando al frente, todos en la misma dirección: la del televisor. Y sin embargo, los viejos mecanismos, los reflejos atávicos, siguen ahí todavía. Y a veces, de pronto, en mitad de toda esta narcotizante parafernalia de la electrónica y el confort, basta un día de frío, un fuego casual que aviva la memoria genética de otros tiempos y otra forma de vida, para que los hombres vuelvan a sentirse humanos, solidarios. Para que se acerquen unos a otros, observen alrededor con curiosidad y de nuevo se miren a la cara. Para que evoquen juntos y descubran que esos fulanos que pasan sin apenas saludarse tienen una larga y azarosa historia en común, que los une mucho más que todas las cosas que los separan. Seguía llegando gente, y todos se acercaban a calentarse al fuego. Un tipo con un BMW ostentoso y chaqueta de caza, que siempre me ha parecido un perfecto gilipollas, contaba emocionado cómo su madre le calentaba la sopa cuando tenía gripe y se quedaba en la cama en vez de ir al cole. Es simpático este capullo, terminé pensando para mi coleto. El albañil que había sido pastor cuando niño ofrecía tabaco, y la gente lo encendía con rescoldos de la hoguera. Ni siquiera el tendero tenía prisa por ir a cobrar.

“Ojalá hubiera más hogueras, pater” le comente a don José mientras extendía mis manos hacia el fuego, cerca de las manos de los otros. Y el viejo párroco se reía: “A mi me lo vas a contar, hijo. A mi me lo vas a contar”.



4 comentarios:

  1. Llevas razón, ojalá hubiera más hogueras.
    Me ha impactado la frase de '(...) mirando al frente, todos en la misma dirección: la del televisor'.
    Tal vez pueda parecer una solemne tontería, pero pienso que 'las hogueras' del siglo XXI son aquellas pocas actividades de equipo que aún quedan en pie, una de ellas, por supuesto, el ajedrez. Lamentablemente, cada vez somos más individualistas y menos solidarios.
    Enhorabuena Jesús, me encantan tus relatos.

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  2. No es ninguna tonteria, todo lo que acerca a los seres humanos y los hace ser más comunicativos, son la hogueras de invierno a las que me refiero.
    Me alegra que te haya gustado el cuento.

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  3. Muy bueno.
    En mi casa, en la parte de abajo, teníamos una "copa" (vamos, que no era otra cosa que un cubo) de carbón, hace muchísimos años.
    Mi abuelo compraba los sacos de carbón a un hombre anciano que venía pregonándolos por el pueblo y los llevaba en una vespino. Echábamos el carbón y algunas veces le añadíamos una pizca de incienso (no sé si es costumbre de todas partes, aquí se solía hacer, cuando quedaban copas de carbón), que vendía el mismo hombre del carbón. A veces, poníamos castañas suspendidas en una parrilla pequeña sobre el carbón... recuerdo estar sentada a la mesa camilla, al lado de mi madre, mientras ella, mi abuela, mis tías, y unas amigas suyas que ya no recuerdo removían el café y charlaban de cosas que yo entendía sólo a medias... aquí todavía tenemos mesa camilla (con brasero eléctrico), pero ya no se reúnen las mujeres, no huele a incienso y ni siquiera se toma café... ahora sólo me siento yo a ver "Sé lo que hicísteis" mientras los demás van a lo suyo. A veces me asomo al cuarto donde se guardaba el carbón, en el patio, y me entra la nostalgia, es uno de los recuerdos más vívidos que tengo, quizá porque era una época sin resposabilidades o quizá porque echo de menos las reuniones aquellas.
    Besos.
    Rosa.

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  4. Rosa, es mejor el comentario que el mismo cuento, o al menos está en sintonia, gracias por él. Un abrazo.

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