lunes, 20 de diciembre de 2010
Ella
martes, 2 de noviembre de 2010
Una historia de guerra
Alguien escribió en cierta ocasión que si una historia de guerra parece moral, no debe creerse. Y alguna vez lo repetí yo mismo. Pero eso no es del todo verdad. O no siempre. Como todas las cosas en la vida, la moralidad de una historia depende siempre de los hombres que la protagonizan, y de quienes la cuentan. Ésta de hoy es una historia de guerra, y quiero contársela a ustedes tal como algunos amigos míos me han pedido que lo haga. La moralidad la aportan ellos. Yo me limito a ponerle letras, puntos y comas.
Base de Mazar Sharif, Afganistán. Cinco guardias civiles, de comandante a sargento, perdidos en el pudridero del mundo, formando a la policía afgana. Cinco guardias de veintidós llegados hace cinco meses y medio, desperdigados por una geografía hostil y cruel, en misión de alto riesgo, en una guerra a la que en España ningún Gobierno llamó guerra hasta hace cuatro días. Los cinco de Mazar Sharif, como el resto, eran gente acuchillada, porque lo da el oficio. Sabían desde el principio que a la Guardia Civil nunca se la llama para nada bueno. Y menos en Afganistán. Si lo que iban a hacer allí fuera fácil, seguro, cómodo o bien pagado, otros habrían ido en vez de ellos. Aun así, lo hicieron lo mejor que podían. Que era mucho. Atrincherados en una base con americanos, franceses, holandeses y polacos, vivían con el dedo en el gatillo, como en los antiguos fuertes de territorio indio. Igual que en los relatos de Kipling, pero sin romanticismo imperial ninguno. Sólo frío, calor, insolaciones, sueño, enfermedades, soledad. Peligro. Los únicos cinco españoles de la base, de la provincia y de todo el norte de Afganistán.
Ellos y sus compañeros habían llegado a la misión tarde y mal, aunque ésa es otra historia. Que la cuenten quienes deben contarla. Aun así, con la resignada disciplina casi suicida que caracteriza al guardia civil, se pusieron al tajo. Como era de esperar, no encontraron la mesa puesta. Quien estuvo por esos mundos con militares norteamericanos, holandeses y franceses, sabe de qué van las cosas. Sobre todo con los norteamericanos, que tienen a Dios sentado en el hombro como los piratas llevan el loro. Para hacerse un hueco entre sus aliados, distantes y despectivos al principio, no hubo otra que la vieja receta de Picolandia: aprender rápido, trabajar más que nadie, no quejarse nunca y ser voluntarios para todo. Y por supuesto, tragar mierda hasta reventar. Y así, a base de orgullo y de constancia, poco a poco, los cinco hombres perdidos en Mazar Sharif se hicieron respetar.
Un triste día se enteraron de la muerte de sus dos compañeros en Qualinao. De la pérdida de dos guardias civiles de aquellos veintidós que llegaron hace medio año, y de su intérprete. Y pensaron que el mejor homenaje que podían hacerles era que la bandera norteamericana que ondea en la base fuese sustituida, aquel día, por la española a media asta. Eso no se hace allí nunca, aunque a diario hay norteamericanos muertos, los franceses sufrieron numerosas bajas, y también caen holandeses y polacos. Así que el jefe de los guardias civiles, el comandante Rafael, fue a pedir permiso al jefe norteamericano. Accedió éste, aunque extrañado por la petición. Saliendo del despacho, el guardia civil se encontró con el jefe del contingente francés, quien dijo que a él y a sus hombres les parecía bien lo de la bandera. En ésas apareció otro norteamericano, el mayor James, que nunca se distinguió por su simpatía ni por su aprecio a los españoles, y con el que más de una vez hubo broncas. Preguntó James si los muertos de Qualinao eran guardias civiles como ellos, y luego se fue sin más comentarios.
A las ocho de la tarde, cuando fuera de los barracones apenas había vida, los cinco guardias se dirigieron a donde estaba la bandera. Formaron en silencio, solos en la explanada, cinco españoles en el culo del mundo: Rafael, Óscar, Rafa, Jesús y José. Cuando se disponían a arriar la enseña, apareció el teniente coronel francés con sus cuarenta gendarmes, que sin decir palabra formaron junto a ellos. Luego llegaron el mayor James, el teniente Williams y veinte marines norteamericanos. Y también los polacos y los holandeses. Hasta el pequeño grupo de Dyncorp, la empresa de seguridad privada americana destacada en Mazar Sharif, hizo acto de presencia. Todos se cuadraron en silencio alrededor de los cinco españoles, que para ese momento apretaban los dientes, firmes y con un nudo en la garganta. Y entonces, sin himnos, cornetas, autoridades ni protocolo, el capitán Rafa y el sargento José arriaron despacio la bandera. Una historia de guerra nunca es moral, como dije antes. Si lo parece, no debemos creerla. Pero a veces resulta cierta. Entonces alienta la virtud y mejora a los hombres. Por eso la he contado hoy.
viernes, 11 de junio de 2010
«¿Qué voy a hacer ahora?»
El segundo gintonic, Pencho se vuelve hacia mí. Hace quince minutos que aguardo, paciente, esperando que se decida a contármelo. Por fin hace sonar el hielo en el vaso, me mira un instante a los ojos y aparta la mirada, avergonzado. «Hoy he cerrado la empresa», dice al fin. Después se calla un instante, bebe un trago largo y sonríe a medias con una amargura que no le había visto nunca. «Acabo de echar a la calle a cinco personas.»
Puede ahorrarme los antecedentes. Nos conocemos hace mucho tiempo y estoy al corriente de su historia, parecida a tantas: empresa activa y rentable, asfixiada en los últimos años por la crisis internacional, el desconcierto económico español, el cinismo y la incompetencia de un Gobierno sin rumbo ni pudor, el pesebrismo de unos sindicatos sobornados, la parálisis intelectual de una oposición corrupta y torpe, la desvergüenza de una clase política insolidaria e insaciable. Pencho ha estado peleando hasta el final, pero está solo. Por todas partes le deben dinero. Dicen: «No te voy a pagar, no puedo, lo siento», y punto. Nada que hacer. Los bancos no sueltan ni un euro más. Las deudas se lo comen vivo; y él también, como consecuencia, debe a todo el mundo. «Debo hasta callarme», ironiza. Todo al carajo. Lleva un año pagando a los empleados con sus ahorros personales. No puede más.
Cinco tragos después, con el tercer gintonic en las manos, Pencho reúne arrestos para referirme la escena. «Fueron entrando uno por uno -cuenta-. La secretaria, el contable y los otros. Y yo allí, sentado detrás de la mesa, y mi abogado en el sofá, echando una mano cuando era necesario... Se me pegaba la camisa a la espalda contra el asiento, oye. Del sudor. De la vergüenza... Lo siento mucho, les iba diciendo, pero ya conoce usted la situación. Hasta aquí hemos llegado, y la empresa cierra.»
Lo peor, añade mi amigo, no fueron las lágrimas de la secretaria, ni el desconcierto del contable. Lo peor fue cuando llegó el turno de Pablo, encargado del almacén. Pablo -yo mismo lo conozco bien- es un gigantón de manos grandes y rostro honrado, que durante veintisiete años trabajó en la empresa de mi amigo con una dedicación y una constancia ejemplares. Pablo era el clásico hombre capaz y diligente que lo mismo cargaba cajas que hacía de chófer, se ocupaba de cambiar una bombilla fundida, atender el correo y el teléfono o ayudar a los compañeros. «Buena persona y leal como un doberman -confirma Pencho-. Y con esa misma lealtad me miraba a los ojos esta mañana, mientras yo le explicaba cómo están las cosas. Escuchó sin despegar los labios, asintiendo de vez en cuando. Como dándome la razón en todo. Sabiendo, como sabe, que se va al paro con cincuenta y siete años, y que a esa edad es muy probable que ya no vuelva a encontrar jamás un trabajo en esta mierda de país en el que vivimos... ¿Y sabes qué me dijo cuando acabé de leerle la sentencia? ¿Sabes su único comentario, mientras me miraba con esos ojos leales suyos?» Respondo que no. Que no lo sé, y que malditas las ganas que tengo de saberlo. Pero Pencho, al que de nuevo le tintinea el hielo del gintonic en los dientes, me agarra por la manga de la chaqueta, como si pretendiera evitar que me largue antes de haberlo escuchado todo. Así que lo miro a la cara, esperando. Resignado. Entonces mi amigo cierra un momento los ojos, como si de ese modo pudiera ver mejor el rostro de su empleado. Aunque, pienso luego, quizá lo que ocurre es que intenta borrar la imagen del rostro que tiene impresa en ellos. Cualquiera sabe.
«¿Y qué voy a hacer ahora, don Fulgencio?... Eso es exactamente lo que me dijo. Sin indignación, ni énfasis, ni reproche, ni nada. Me miró a los ojos con su cara de tipo honrado y me preguntó eso. Qué iba a hacer ahora. Como si lo meditara en voz alta, con buena voluntad. Como si de pronto se encontrara en un lugar extraño, que lo dejaba desvalido. Algo que nunca previó. Una situación para la que no estaba preparado, en la que durante estos veintisiete años no pensó nunca.»
viernes, 21 de mayo de 2010
Vida en imagenes
lunes, 17 de mayo de 2010
jueves, 29 de abril de 2010
Juzguemos la Historia
Ahora que vamos despacio, vamos a juzgar “la historia”. Cojamos un hecho que nos parezca delictivo y de lesa humanidad… por ejemplo el asesinato de Julio Cesar, recabamos información, nos documentamos sobre la época y las personas relacionadas en el asesinato y los hechos acaecidos y concluimos que Bruto es culpable de asesinato y coautor de la muerte de Julio Cesar. Bien con todo el trabajo realizado hacemos un ensayo literario, que sirva para documentar al que lo lea, e instruya a futuras generaciones sobre los dobleces de la historia. Correcto.
Pero si todo eso lo hacemos en un tribunal de Justicia, yo como juez quiero estar en primera página de los medios de comunicación y que se me admire por mi valentía a la hora de encausar grandes temas históricos, empleando medios públicos en la investigación, desoyendo las voces de los que me advierten que no estoy autorizados para juzgarlo y llegamos al mismo y tajante desenlace: Bruto es culpable… Habremos caído en clara prevaricación. Nadie va a negar la culpabilidad del encausado, nadie va a defender lo indefendible históricamente, lo que aquí se discute es la idoneidad del Juez para investigar y juzgar tales hechos.
En todo esto no pongo nombres, ni explico la similitud entre el ejemplo y actualidad. Que cada uno saque sus propias conclusiones.
lunes, 26 de abril de 2010
Tres álbumes para un suicida
A pesar del recuerdo romántico que algunos mantienen, los años setenta del siglo pasado fueron difíciles. O más propiamente dicho, estos años fueron menos fáciles de lo que se podía esperar de la feliz sociedad universal prometida por el american way of life, que atravesó por uno de sus peores momentos arrastrando en su crisis al resto del sistema capitalista.
Si la esforzada colocación de la bandera norteamericana por parte de unos marines en la isla de Iwo Jima, en Febrero de 1945, había supuesto el culmen de la popularidad de la nación-imperio, en los setenta, por el contrario, las pantallas de los televisores del gran hermano mostraron una visión nada confortable para el american dream: la imagen del último embajador norteamericano arriando la bandera USA en Saigón (Vietnam), la devaluación del dólar y el escándalo del Watergate, que acabó con la carrera del presidente Nixon, pusieron en solfa al sistema y los mass media zozobraron en un mar de dudas sobre la viabilidad del modelo americano.
Es en este contexto de crisis de valores, de revolución anunciada cada mañana (aunque siempre inconclusa), en donde se forja la leyenda de Leonard Cohen, un escritor y cantante canadiense que tuvo un relativo éxito popular en aquellos años. Sus canciones eran tristes, deprimentes y sólo un reducido número de incondicionales se aglutinaban en torno a su obra musical, como fue el caso de Robert Altman, uno de los directores de cine «malditos» en Hollywood, que utilizó varias de sus canciones en la película McCabe & Mrs. Miller (1971), obra de culto que contó con una interpretación magistral de Julie Christie y el aceptable acompañamiento de Warren Beatty, actor cuya ideología comunista era bien conocida.
Cohen nació en Montreal el 21 de septiembre de 1934, hijo de una familia judía de clase acomodada. Vivió en Londres, Oslo, Cuba (de aquel tiempo es la frase: «…donde destruí mi barba en las Playas de Varadero, quemada en nostalgia e ira por el Fidel que antes conocía»), y en la isla de Hydra (Grecia). Su labor creativa se inicia en la literatura: en 1956 —todavía estudiante— había publicado su primer libro de poemas Let Us Compare Mythologies y en 1961, ya licenciado, consiguió el reconocimiento internacional con una segunda obra, The Spice-Box of Heart, dedicada a la memoria de su padre; la desaparición de éste (en 1944) marcará, sin duda, toda la obra literaria de Cohen, convirtiendo el hecho irremediable de la muerte en una de las categorías principales que inspira sus obras.
La capacidad literaria del canadiense fue un valor determinante para su posterior obra musical. Ya a los 17 años había formado un trío de tendencia country-western llamado The Buckskin Boys, estilo musical que siempre lo definió a pesar de la posterior utilización de teclados y sintetizadores. Cohen publicó su primer L.P. —Songs of Leonard Cohen—, en 1968, vinilo en donde deleitó con canciones como Suzanne, un poema escrito en tercera persona —recurso muy querido por Cohen— que transcurre en un encuentro durante un viaje por un río; en la canción, una guitarra acústica fluye como el agua y las voces femeninas del coro subliman el encuentro con una mujer, tan bella que hasta el propio Jesucristo se rinde al deseo de viajar con ella. En Sisters of Mercy («Hermanas de la Caridad»), otro de los cortes de este vinilo, despliega una sensualidad turbadora —que remarca el sonido de unas campanillas—, juega con el equívoco entre el amor terrenal y el amor a Dios («Ellas tocaron mis dos ojos y yo toqué el rocío en sus dobladillos…») y trasmite la paz de haber encontrado un lugar en donde soldar los fragmentos del alma rota por la familia y el desamparo, concepto que anticipa la futura creencia zen del canadiense. Con So Long, Marianne («Hasta luego, Marianne», canción que recoge, seguramente, los últimos momentos de su relación con Marianne Jensen, a quien conoció en la isla de Hydra) Cohen relata, esta vez en primera persona, una despedida con la voz crispada, al borde de la extenuación. Este estilo «confesional», intimista, es el signo inconfundible de su obra y uno de los motivos, sin duda, de la fascinación que despierta su voz. En So Long, Marianne la incomprensión y la soledad en el amor, otro de sus temas recurrentes, volaban subrayadas por una partitura musical algo más elaborada y compleja —en donde podemos escuchar un bello acompañamiento de mandolina— que en las anteriores canciones comentadas.
A pesar de su triste y ensimismada voz y la sencillez extrema de la música de sus primeras canciones, con este disco Cohen dejó muy claro que la música del siglo XX había encontrado a uno de sus mejores creadores. Songs of Leonard Cohen es la piedra angular de una prolífica carrera creativa, en donde la poesía y la música se identifican con una fórmula que conmueve profundamente y que muchos confesaron que no podían resistir sin desequilibrarse. Se llegó a decir, incluso, que de día era imposible escuchar a Cohen...
Después de esta premier publica, en 1969, Songs from a room («Canciones desde una habitación»). El autor del libro de poemas titulado Flowers for Hitler («Flores para Hitler»), sorprende ahora al mundo con una canción bellísima —El partisano—, un canto militante en contra del fascismo que demuestra hasta qué punto ha robustecido su conciencia política. En El partisano —confieso mi debilidad personal por esta canción— Leonard Cohen trasciende el «individualismo burgués» y cuenta la desgarrada historia de un campesino francés que ha perdido a su mujer e hijos y empuña las armas en contra de los nazis. Cantada en inglés y francés, el ritmo agitado de la guitarra y la eficacia de la voz de coro, apoyan unos versos escuetos, impactantes: el mundo de Cohen se abre a la lucha en contra del nazismo y, por extensión, de todas las barbaries cometidas por el ser humano.
La revolución, sin embargo, es algo más que una pintada en París. «Seamos realistas, pidamos lo imposible» o «Paren el mundo que me quiero bajar» son graffitis que visten las calles de la capital francesa en mayo de 1968, pero el enfrentamiento contra el sistema es algo más complejo, puede resultar, incluso, refinado. La teoría marxista, puesta en solfa por las nuevas corrientes de opinión, al parecer no tiene —por sí sola— capacidad de interpretar la realidad objetiva y, de esta forma, libros que anuncian la libertad personal, la revolución interior, se convierten en manuales de cabecera para amplios sectores sociales que buscan una solución definitiva a los males que aquejan a Occidente. Baste, quizá, señalar el éxito de ventas, en este período, del libro Miedo a la libertad (Erich Fromm-1941) para ilustrar esta opinión. El sentido épico de la historia se sustituye, paulatinamente, por un concepto global de revolución, una actitud de cambio que reclama —como ya anticiparon el Renacimiento y el Romanticismo— a la persona como protagonista individual de su destino. Jean Paul Sartre —implacable— diría, en 1982, que «El poder es una de las formas esenciales del mal». Hombre y poder…, ahí radica una de las antítesis a debate en este momento de la Historia. Cohen, poeta —no lo olvidemos—, tiene ya mucho de este camino andado y en Bird on a Wire («Pájaro en el cable»), otra de las composiciones de este álbum, canta las exigencias de la postura personal, la compleja dificultad de las personas sencillas para vivir la nueva revolución. En esta canción algunos han creído descubrir la intención —como en otras composiciones de Cohen— de conducir al público a la depresión, la manifestación tan sólo de la expresión de una «terapia sicológica» o comentan la voz «opaca» del canadiense en la misma como una muestra de sentimientos de autodestrucción; sin embargo, el canadiense expresa con ella un lamento propio, una expresión de su propia frontera personal ante el reto de los tiempos que le vienen dados. Así, sincero y directo, canta que es «como un borracho en un coro de medianoche» y que ha intentado, a su manera, ser libre. La imagen anterior ilustra sobre la capacidad de identificación del cantante con la «desesperanza positiva» de su tiempo.
Dos años después, en 1971, Leonard Cohen publica un nuevo disco. Songs Of Love And Hate («Canciones de amor y de odio»). De este tercer disco, escojo en primer lugar Avalanche, una composición que reflexiona sobre las circunstancias sobrevenidas. La vida no sólo da disgustos, sino que —en ocasiones— regala la posibilidad de flirtear con el «poder» o la «posesión» y ofrece un momento de gloria: («Y no me ames con tanta fuerza ahora / cuando sabes que no estás segura. / Es tu turno para amar, mi bienamada, / es tu carne que yo llevo como vestido»). En esta canción Cohen repite la obsesiva guitarra de El partisano, que sirve con eficacia a la historia que cuenta. En la soledad extrema (quien haya visto McCabe & Mrs. Miller, convendrá seguramente en lo que digo) quizá hay una sola oportunidad de ser.
Concluyo con estos tres vinilos suicidas comentando otra excelente canción de este disco de amor y odio: Diamonds In The Mine («Diamantes en la mina»), una sardónica interpretación de Cohen en donde refleja parte de la fractura que la guerra había producido en la sociedad norteamericana. También en la sátira política está la poesía. Sonido country para una letra que nos habla de la mujer que nunca quisiéramos ser o nunca quisiéramos tener. Un coro de cafetín y una guitarra de punteo subrayan una reflexión en donde el fracaso personal y el colectivo se estrechan la mano: «Y no hay cartas en el casillero del correo / Y no hay uvas en la viña / y no hay bombones en tus cajas ya nunca más / y no hay diamantes en la mina. / Creo que te lo dije todo / en los días del Vietnam / cuando tus poetas marchaban por el Tío Ho / y tus estranguladores profesionales por el Tío Sam. / Pero decidimos que no podíamos escoger hoy / qué canción podríamos cantar / con todo ese hedor de cadáveres / que está soplando en el viento…»
Leonard Cohen, canadiense, poeta y cantante, tiene un oscuro y complicado record. En los años setenta, los mismos años que algunos recuerdan con nostalgia pero que fueron difíciles, varios suicidas habían escuchado un disco de este autor, antes de matarse. ¿Cuál fue la última canción que escucharon? Lástima que Cortázar haya muerto y que no escribiera un cuento sobre esto. Es evidente que un poeta no puede tener la culpa de una decisión de este calibre, pero el hecho alimentó la leyenda de que las canciones de Cohen inducían a la depresión y eran potencialmente «peligrosas». Los tiempos eran así y la literatura y la música cambiaban a la gente, eran artes que todavía tenían fuerza para situarnos frente al espejo. Eran años en que todavía se buscaba el «Yo». Cohen fue uno de los voceros de aquella revolución cultural que aspiró a transformar a la persona en toda su dimensión y que, paradójicamente, alumbró una sociedad consumista con el rostro deformado por la degradación del humanismo y la destrucción de toda forma de ética que no incluyera el principio de la máxima ganancia. Leonard Cohen, el poeta-cantante, sólo tuvo que abrir la caja de Pandora de sus sentimientos íntimos para que pudiéramos vernos reflejados en ellos. Hubo un tiempo en que se escuchaba, aunque fuera para morir después…
martes, 13 de abril de 2010
lunes, 22 de febrero de 2010
Adiós Zas
Hoy he estado en una despedida. Se ha ido mi mejor amigo, se marchó como vivió, dulcemente sin un ruido, sin una señal de disgusto ni queja. Murió entre mis brazos, se durmió despacio en un sueño aparentemente placentero. Siempre recordare los momentos que pasamos juntos, su alegría infinita y constante, los grandes momentos que me ha hecho vivir. Lo que me enseñaste. Murió mi perro, mi buen acompañante, jamás te olvidare, adiós amigo, te echaré mucho de menos.