miércoles, 23 de abril de 2008

Veinte de abril del noventa

Veinte de abril del noventa, decía la canción de «Celtas Cortos». Bueno, pues ya ha pasado la fecha. Han pasado también unos cuantos años desde que la propia canción hablaba del paso de tiempo. No eran un gran grupo, la verdad. Una vez, supe que tocaban en Tours y, según amigos que fueron al concierto, llenaron. Más aún, tenían al público francés entregado. Es curioso lo de los franceses con sus vecinos del Sur: puede variar de la condescendencia más cargante a la admiración más genuina. Lo tomo como un cumplido, decía la candidata del PSF en las últimas elecciones presidenciales; se refería al parecido que le encontraban con Zapatero (políticamente hablando). Tuvieron suertes distintas una y otro. Y ahora que va quedando atrás el veinte de abril y el mes en su conjunto, llegará mayo con sus efemérides antinapoleónicas. No anduvieron finos los franceses en su ocupación de la península Ibérica. Burgos, por ejemplo, se quedó sin castillo porque los invasores lo destruyeron. Y el Monasterio de las Huelgas sufrió profanaciones diversas. La lista de destrozos es conocida por su longitud. Aparte de frustrados en su derrota, se debieron de sentir sorprendidos los franceses por la furia de un país tan peculiar como éste, tan bravo y primitivo a la vez (en aquellos tiempos, se entiende). Conan Doyle, que esperaba hacerse más famoso por sus novelas históricas que por las aventuras de un tal Sherlock Holmes, escribe en «Las hazañas del brigadier Gerard» algunos episodios de la guerra peninsular entre ingleses y franceses. Pero esto es hablar de libros. ¿Se quedarán viejos? Asturias es la comunidad en la que los adultos están más adaptados al uso de las nuevas tecnologías, dice el periódico. Ahora que hay tanta encuesta de asalto telefónico de aquí te pillo y-aquí-lo-quiero-saber-todo, le reconforta a uno ver que, al menos en lo de las nuevas tecnologías, no le han preguntado por su (in)competencia.


Más conciertos. «Los Secretos» tocaron en Gijón hace unos días. Méritos musicales aparte, tienen muerte por drogas en su historial. La muerte mitifica. Genera misterio, ahuyenta a la envidia; esto último tiene mérito, porque la envidia es un virus pertinaz que seguirá en su sitio cuando el último de los ordenadores se haya quedado prehistórico. Los alemanes llaman “Schadenfreude” al regocijo por la desgracia ajena. Sorprende que le hayan dado una palabra concreta a algo tan español. En cualquier caso, está fuera de duda que la muerte y el rock son una pareja con currículum. Un tipo tan astuto como Oliver Stone supo sacar partido al historial de los «Doors»; también hay películas sobre Janis, sobre Elvis. Clint Eastwood hizo una espléndida sobre Charlie Parker, pero el jazz es otra historia. En el jazz, como dijo Keith Richards, no hay dinero. En los libros buenos, tampoco.




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