Un día, comiendo en un típico restaurante asturiano, cerca de un bosquecillo, nos encontramos con un señor bastante mayor que, no sé, inspiraba ternura. Al cabo de un rato me acerqué a él a pedirle fuego y nos pusimos a hablar y me contó una historia que no se me olvidará. A ver que os parece…
Era pastor, estaba casado con la mujer de la que se enamoró cuando sólo tenía 15 años. Vivía en una pequeña casa rodeada de verdes praderas, su mujer estaba embarazada de un niño muy deseado, en fin, era feliz.
Todas las tardes al terminar de recoger el ganado, iba con su mujer a buscar agua a una fuente que había cerca de su casa hasta que un fatídico día dando ese paseo ella se resbaló y se dio un mal golpe y falleció desmoronándose así toda la alegría e ilusiones del joven pastor.
A pesar de eso, él seguía yendo a esa fuente todos los días, se sentaba en una piedra esperando a que ella volviera a verle.
En ese momento, al mirarle, vi a un hombre aún enamorado, a pesar de la cantidad de tiempo que había pasado, le brillaban las ojos y en algunos momentos se le llenaban de lágrimas, y debo confesar que a mi también. Voy a seguiros contando esta historia, no se si vedad o ficción…
Tales eran las ganas que tenía de verla, que sentía como ella todas las tardes venía, se sentaba con él, le hablaba al oído, le rozaba la piel y cuando empezaba a amanecer se despedían hasta el siguiente día.
Una noche se quedó dormido y en sus sueños la escuchó como le decía que ese iba a ser el último día que vendría, que a pesar de que sabía que su muerte le había roto el corazón tenía que seguir viviendo, que ella viéndole así sufría mucho, tenia que empezar a asumirlo…
Esa mañana cuando al despertarse tenía a su lado el anillo que le había regalado el día de su boda, cerró los ojos y la juró que intentaría ser feliz pero que jamás la olvidaría ni querría a otra mujer como a ella. Colgó el anillo en la cadena que tenía en el cuello y se puso a llorar. Entendió que se había quedado solo.
Cuando nos lo terminó de contar, Jaime, que así se llamaba el hombre, estaba llorando, y nosotros también, y ahí, en ese restaurante, entendí que el amor verdadero existe y que hay que aprovechar todos los momentos de la vida porque sin esperártelo a veces el destino te juega malas pasadas. (Mamen Soto Gamararra)
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